martes, 19 de julio de 2022

SANTAS JUSTA Y RUFINA, MÁRTIRES


Justa y Rufina fueron hermanas carnales, nacidas en 
Hispalis bajo el dominio romano, Justa en 268 y Rufina en 270, de modesta familia de cristianos clandestinos dedicados al oficio de la alfarería.​ En estos tiempos, las hermanas dedicaban su tiempo a ayudar al prójimo y al conocimiento del Evangelio. 

Era costumbre celebrar una vez al año una fiesta en honor a Venus, en la que se rememoraba el fallecimiento del admirado Adonis. Se recorrían las calles de la ciudad pidiendo limosnas para la fiesta. En cierta ocasión, los seguidores de Venus llegaron a casa de Justa y Rufina solicitando el dinero correspondiente, pero las hermanas se negaron a pagarlo por ser el fin de este contrario a su fe, y no solo esto sino que decidieron hacer añicos la figura de la diosa entre ambas, provocando de esta manera el enfado general de las devotas que se lanzaron hacia ellas.​

El prefecto de Sevilla, Diogeniano, mandó encarcelarlas, animándolas a abandonar sus creencias cristianas si no querían ser víctimas del martirio.​ Las santas se negaron, a pesar de las amenazas. Sufrieron el tormento del potro para a continuación ser torturadas con garfios de hierro. Diogeniano esperaba que el trato que se les daba sería suficiente para que renunciaran a su fe, pero ellas aguantaron todo. Viendo que no surtió efecto el castigo, las encerró en una tenebrosa cárcel donde sufrirían las penalidades del hambre y la sed.


Estoicamente sobrevivieron a su condena, por lo que fueron castigadas de nuevo. Esta vez debían caminar descalzas hasta llegar a
 Sierra Morena. Tuvieron la suficiente fuerza para conseguir el objetivo. Viendo que nada las vencía, mandó encarcelarlas hasta morir. La primera en fallecer fue Santa Justa. Su cuerpo lo tiraron a un pozo, recuperado poco tiempo después por el obispo Sabino.

Una vez que hubo acabado con la vida de Justa, Diogeniano creyó que Rufina sucumbiría a sus deseos con más facilidad, pero no lo consiguió. Decidió acabar con su vida de la forma más lúgubre en aquellos tiempos. La llevó al anfiteatro y la dejó a expensas de un león para que la destrozase. La bestia se acercó, y lo más que hizo fue mover la cola y lamer sus vestiduras como haría un animal de compañía. El Prefecto no aguantó más, la mandó degollar y quemar su cuerpo. Nuevamente tras este hecho, el obispo Sabino recogió los restos y la enterró junto a su hermana en el año 287. 

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