"... ¿Quién hay de vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve restantes y no vaya en busca de la que perdió, hasta encontrarla?" (San Lucas, Cap. XV).
La luz caía a torrentes sobre la bucólica suavidad del valle de Galilea. Todas las campesinas castidades palpitaban en un largo suspiro emocional, al sentir la caricia epitalámica de su rubio esposo, el sol. Se abrían los lirios desplegando lentamente sus hojas blancas como las alas de las palomas o azules como la de los mirlos, y se mecía la dorada inquietud de las mieses en un augusto ondular de lago de topacios. La lozana pompa de las viñas prometía, con las esmeraldas de sus hojas, los rubíes de sus uvas y los líquidos jacintos de su vino...
Seguido de la gente, el Maestro caminaba por el valle, proyectando una sombra azul sobre la yerba en flor. Sus ojos miraban complacidos la temblorosa oblación del mar de Galilea, que era como una inmensa hostia de plata, y la dulce plegaria eclógica del monte Tabor que subía hasta los cielos en una risueña devoción de sicomoros, de palmeras, de naranjos y de cedros.
Por la vega, húmeda y jugosa, cruzó la litúrgica paz de un rebaño, estremeciendo el rocío de la yerba con los cálidos besos de su aliento, y dejando en los élitros invisibles de la brisa el alborozo pascual de sus campanillas sonoras.
Habló Jesús, el Buen Pastor:
"Quién hay de vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa y nueve restantes y no vaya en busca de la que perdió, hasta encontrarla? Y en hallándola, se la pone, gozoso, sobre los hombros. Llegado a casa, junta a los amigos y vecinos, diciéndoles: Regocijaos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido...".
Las palabras de Jesús tenían aquella tarde tan azul y tan solemne, una blonda dulzura de miel. Se hubiera dicho que en vez de hablar cantaba y en vez de predicar tejía versos, unos versos menudos y fragantes que quedaban suspendidos en el aire como copos de nieve o como mariposas.
Era entonces Jesús la encarnación divina del hombre sencillo, apacible, risueño y armonioso de los fecundos sotos galileos. La gente le rodeaba llena de un místico fervor muy íntimo, cordial e inexplicable, que les hacía acurrucarse en torno a la figura, toda arrogancias y líneas puras, del Maestro. Y Este en pie y recostada la gente sobre el campo florido, componían el cuadro. Jesús era el pastor. Sus discípulos, el rebaño. Si de este se hubiera marchado una ovejita descarriándose en el monte, el pastor dejaría el aprisco y saldría al campo y cruzaría el valle buscando la ovejita querida, y cuando al llegar al monte oyese sus mansos balidos lloraría de gozo y la buscaría con más cuidado, hasta que la encontrase, llena de temor por los lobos... Y al encontrarla, arreglaría sus guedejas enmarañadas en el matorral, y acariciaría su cuello blanco y besaría enternecido su carita, afilada y mimosa... Después la cargaría sobre sus hombros y saltando por los regatillos, volvería al aprisco, discurriendo la más delicada pastorela para contarla después, cuando no hubiera luz indiscreta ni oídos envidiosos al suave compás de su gentil caramillo...
La figura, siempre amada, de Jesús, inspira al alma distintos sentimientos, según se nos ofrezca en Belén, en Cafarnaum, en Jerusalén o en Galilea. Cuando es niño Él y niños somos nosotros, nos mueve a compasión la noticia de que no tuvo cuna donde adormir su cabecita angélica, ni pañales en los que envolver sus carnes de rosa... y lloramos en silencio al vernos en nuestra camita limpia y mullida y entre nuestros vestiditos abrigadores... Cuando ya es joven y sale a predicar y llega a Cafarnaum y nos lo figuramos radiante de triunfo, sentimos un irresistible deseo de cantar su vida milagrosa... y lloramos de entusiasmo al verle caudillo dominador de las almas... Después contemplamos sus últimas horas, lo vemos traicionado por Judas, negado por Pedro, escarnecido por todos, yendo de una parte a otra de la ciudad, vestido de blanco cual si se hallase loco o de púrpura cual si fuese la parodia grotesca de su rey vilipendiado, condenado por fin y tras un camino erizado de espinas, clavado en la Cruz, y ante sufrimientos tales, los ojos se nos llenan de lágrimas y lloramos, adoloridos sinceramente... Pero es entonces cuando más lo amamos, sino cuando nuestra imaginación nos lo pinta vestido de pastor con un zurrón de piel al costado y una cayada en la mano, y... una ovejita muy blanca sobre los hombros, ¡Entonces sí que amamos a Jesús! ¿Quién de nosotros no se ha figurado, alguna vez en la vida, que es aquella ovejita blanca, dulce, mimosa y baladora que Jesús lleva sobre los hombros...?
De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920)
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