En un bosquecillo encantador, una gentil y blanca paloma bebía en una fuente clara y transparente como el cristal; esta fuente había formado un pequeño riachuelo cuyas aguas serpenteaban a través de las hierbas y las flores para luego perderse en el prado vecino.
Cerca de allí pasó una hormiga; andaba deprisa, muy deprisa, tan deprisa que cayó a un agujero y, desde ahí, al riachuelo. La pobre se debatía desesperadamente en el agua cuando la paloma la vio.
Inmediatamente, el pájaro cogió una brizna de hierba y la lanzó sobre el riachuelo; esta hierba sirvió de puente a la hormiga, que pudo salvarse y subirse al borde. Feliz de haber podido escapar de un peligro tan grande, la hormiga iba a dar las gracias a su benefactora, cuando, al volverse, vio muy cerca de allí a un cazador armado con una escopeta; nuestro hombre apuntaba a la paloma y se disponía a disparar.
De unos brincos, la hormiga llegó cerca de los pies desnudos del cazador y le picó en el talón tan fuerte como pudo. Eso bastó para impedir al cazador disparar, y mientras el hombre se volvía, la gentil paloma voló y fue a esconderse en un árbol cercano.
La hormiga se sintió muy feliz de haber podido a su vez ser útil a la paloma y devolverle el bien que había recibido de ella, es decir, salvarle la vida.
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