Enrique volvía del colegio. Tenía mucho calor y caminaba lentamente buscando la sombra de los árboles y de las paredes que bordeaban el camino.
Llegó pronto al lado de un jardín separado del camino por una reja cuya puerta estaba un poco abierta. En el jardín había un bonito melocotonero cargado de grandes melocotones que parecían maduros y apetitosos.
"¡Qué suerte! -pensó el chico-. Tengo mucha sed, el propietario no está, nadie me ve. Voy a coger uno de estos bonitos melocotones, uno solo, y saciaré mi sed".
Enrique dejó en el suelo sus libros, empujó la puerta y entró. Se colocó debajo del árbol y levantó su mano hacia el bonito fruto...
¿Por qué no lo coge? ¿Qué es lo que lo detiene? ¿Alguien lo habrá visto?
Sí, alguien lo ha visto. Una voz le ha gritado: "¡No robes! ¡Dios te ve!". Y Enrique, asustado, huyó de allí. Recogió sus libros, echó a correr y se alejó.
Niños, no había nadie en el jardín. A quien había visto Enrique era a él mismo. Era su conciencia que le decía que no cometiera una mala acción, que no robara.
Escuchad siempre, amigos míos, la voz de vuestra conciencia. Esta voz Dios la ha puesto en nosotros para ayudarnos a distinguir lo que está bien de lo que está mal.
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