sábado, 29 de enero de 2022

LAS BODAS DE CANÁ (De "Parábolas y milagros de Jesús", Madrid 1920)

Al tercer día se celebraron unas bodas en Caná de Galilea... (San Juan, cap. 2)

Regresaba Jesús de Bethania, donde había sido bautizado por Juan.
La mañana era espléndida y calurosa. Únicamente, pegada a las turbulentas aguas del Jordán, temblaba, débil, la niebla matutina. En el valle, una paz de égloga latía feliz bajo la azulada sombra de los copudos morales y de las altas palmeras que tendían la remota caricia de sus brazos hacia las viñas ubérrimas. Por la alfombre verdinegra de los oteruelos resbalaban como copos de nieve los rebaños acoplándose al argentino tintineo de las esquilas. Y más allá, cortando el horizonte, los contrahechos olivos del monte Tabor ofrendaban a la luz el holocausto de sus óleos.
Jesús caminaba lentamente. Su túnica de lirios se rizaba en la brisa y sus mechones nazarenos se encrespaban sobre los hombros. Sus ojos cargados de ternura, de iluminación y de mansedumbre reflejaban lo zarco de los cielos en el fondo radiante de sus pupilas de color de acero. Sus manos en cruz, sobre el pecho armonioso y tranquilo, semejaban dos ambleos impregnados de especias y de sahumerio que guardasen el Arca de la Alianza.
Le seguían cinco de sus discípulos: Andrés y Santiago, a quienes vio a la orilla del río, Pedro, que por amarle dejó su choza de pescador junto al lago Genezareth, y Felipe y Nathanael, que abandonando sus casucas israelitas de Nazareth, corrieron tras el perfume divino que exhalaban las sandalias del Rabí...
De Caná vinieron emisarios a invitarle a una boda. El convite era cordial y sincero. Aún no había hecho ningún milagro y el esbozo de sus doctrinas había quedado atrás, en el valle aromado, bajo los copudos morales y las sombrosas palmeras judías.
- Tu madre está allí -le dijeron, y Jesús se encaminó hacia donde su madre estaba, lleno de piedad, de fervor y de alegría.
La casa de las bodas fue su jhan y el de sus discípulos, que con el Maestro se aposentaron. Lo recibieron los esposos con gran cariño, y los brazos de su madre rodearon amorosos el cristal de su garganta.
Sirvieron en la comida dorados panes leudos, tiernos cabritillos recentales, peces del lago, frutas del valle y vinos dulcísimos, de las blondas uvas de Canaán. Y era la mesa de madera de Sittim y los cálices y platos de oro puro y de lino finísimo los paños de enjugarse.
Mas he aquí que cuando más entretenida se mostraba la fiesta, avisó el maestresala al esposo de que el vino se había acabado.
Y sabiéndolo María lo comunicó a su Hijo.
María confiaba en su taumaturgia celestial. Nunca vio de sus manos un portento, y sin embargo sabía que aquellas manos blancas, puras y luengas como azucenas, podían curar ojos y oídos, alejar peligros y atraer bienes, dar vida al cuerpo y al alma...
- Haced cuanto Él os diga -recomendó, esperanzada.
 

Había en la estancia seis ánforas de piedra para la ablución, y Jesús mandó que las llenasen de agua. Así lo hicieron y extendió sobre ellas el espíritu blanco de sus manos. Enseguida se volvió al maestresala y le invitó a beber...
Los labios del servidor se tiñeron de oro, como si gustasen rubios gajos de naranja. Asombrado y contento, requirió al esposo.
- En toda fiesta -le dijo- el comensal manda servir primero los mejores vinos y cuando los convidados están satisfechos ordena que saquen los peores. Tú has hecho al contrario. Me aseguraste que no tenías vino y encuentro ahora este, que mejora al de Canaán, hecho de la púrpura de las viñas, de la nieve de la leche y del oro de la miel...
Gustaron también los esposos, y María, y los invitados y los discípulos de Jesús. Solo Este dejó de beber. Que a sus divinos labios no se acercaron nunca más que dos cálices: el Eucarístico de la última cena y el amarguísimo de la última noche. ¡Cálices sacrosantos de cuyos bordes se derraman gotas de sangre y a los que causa un miedo infinito aproximar la impureza de la boca humana, fétida y blasfema! Porque ¿quién puede sentirse digno de recoger la huella de los labios de rubí del Salvador? Tan grande es el milagro de su celeste esencia que solo de pensar en lo que significan, la gusanera viviente que llamamos mundo debiera temblar de espanto ante la augusta esperanza de que algún día -cuando los gusanos particulares bullan pudriendo las carnes respectivas- se nos invite, como al maestresala de las bodas de Caná, a probar el vino de la dicha eterna.

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