Siguiendo el año su curso periódico,
vuelve el tiempo de la festividad sagrada;
resuene el coro en alabanzas, así de boca
del pueblo como del clero.
Canten nuestros himnos a Cristo Dios,
que al mártir Ciríaco y a su compañera
Paula concedió fortaleza para permanecer
constantes.
Era en aquel tiempo presidente de
Cartago el terrible Anolino, tildado por la
fama de inhumano.
Andaba solícito buscando a los Santos
señalados con el nombre de Cristo, y luego
(en fuerza de sus órdenes) Silvano hizo
comparecer ante su tribunal a Ciríaco y a
Paula.
Entonces interrogados con diligencia
los mártires, confiesan al Dios que está en
los cielos, profesando con palabras enérgicas
que no sacrificarían a los ídolos.
Luego el juez con palabras halagüeñas procura ablandar los corazones de los santos,
pero ellos muestran desprecio hacia los templos gentílicos y ensalzan hasta los astros
la fe de Cristo.
Lleno de furia el juez, manda herir a
golpes los cuerpos sagrados, ejecuta en
ellos diversas clases de tormentos; pero no
consigue mudar sus corazones creyentes.
Al fin, bárbaramente heridos los mártires junto a unas palmas, al golpe de las
piedras emigran sus almas al templo de las
alturas.
Después de esto, Silvano arrojó sus
cuerpos a las llamas de una hoguera; pero
cayendo del cielo una copiosa lluvia, apagó
el impetuoso fuego.
Por lo cual te suplicamos, oh Señor,
que en la festividad de estos mártires recibas
las plegarias de todos (tus fieles) y les
concedas lo que piden.
Así con tu gracia, en tanto que vivimos,
nos purifiques de los vicios y, corregidos en
las costumbres, nos hagas prosperar en
virtudes.
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