Dejó un proyectil perdido,
de una batalla al final,
junto a un asistente herido,
medio muerto a un general.
Mientras grita maldiciente
el general: -¡Voto a brios!-
resignado el asistente
murmuraba: -¡Creo en Dios!-.
Callan, volviendo a entablar
este diálogo al morir:
-¿Tú qué haces, Blas? -¿Yo? Rezar.
¿Y vos, señor? -¡Maldecir!
¿Quién te enseñó a orar? -Mi madre.
-¡La mujer todo es piedad!
-¿Y a vos a jurar? -Mi padre.
-Claro: siendo hombre... -Es verdad.
-Rezad, señor, como yo.
-Eso es tarde para mí.
Yo no creo... porque no.
Tú, ¿por qué crees? -Porque sí.
-Ya hay buitres en derredor
que nos quieren devorar.
-¡Son los ángeles, señor,
que nos vienen a salvar!-.
Y ambos decían verdad,
pues a menudo se ve
que halla buitres la impiedad
donde halla ángeles la fe.
-¡Adiós, señor!- ¿Dónde vas?
-Voy allí... -¿Dónde es allí?
-A la gloria... -¿Y dejas, Blas,
a tu general aquí?
No me dejes, mal amigo.
-Pues venga esa mano... -Ten,
y, aunque dudé, iré contigo,
creyendo en tu Dios también.-
Y así, cuando ya tenían
una misma fe los dos,
abrazados repetían
el «¡Creo en Dios!» «¡Creo en Dios!».
Y, como era ya un creyente,
pasó lo que es natural,
que, abrazado a su asistente,
subió al cielo el general.
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