Timoteo (en griego, “temeroso de Dios”) era lector de la comunidad cristiana local, es decir, se dedicaba a la lectura, conservación y cuidado de las Sagradas Escrituras, aunque es cierto que otras versiones lo hacen sacerdote. Era joven e hijo de Pigol, un sacerdote de Perapa, conocido por su piedad y su profundo conocimiento del Evangelio. Aún de noche, los trabajadores de la villa se reunían en torno a él para que les leyera las Escrituras. Su familia lo había casado con una muchacha cristiana llamada Maura (en latín, “oriunda de Mauritania”, lo que remarca, posiblemente, el origen africano de la santa), quien era todavía más joven que él, pues sólo tenía 17 años. Pero apenas veinte días después de la boda, la persecución se abatió sobre el joven matrimonio.
Timoteo fue denunciado ante el prefecto de la Tebaida, un tal Ariano, que mandó traerlo ante su tribunal. Una vez allí, lo animó a ofrecer un sacrificio para cumplir con el edicto. Además, Diocleciano había mandado que se confiscaran y quemaran cuantos textos cristianos hallaran, y sabiendo que Timoteo los guardaba celosamente en su casa, le instó además a que revelara su escondite. El lector se negó rotundamente a sacrificar a los dioses y tampoco quiso entregar los libros sagrados, de los cuales él era custodio, pues quería salvaguardarlos de la profanación. “¿No sabes que nadie entrega a sus hijos a la muerte?”, le dijo, “Esos libros, que yo mismo he copiado, son como mis hijos. Cuando los leo, los ángeles del Señor están conmigo”. Molesto por su obstinación, Ariano mandó entregarlo a la tortura para que cediese al sacrificio y a la entrega de los textos sagrados.
Dice la passio que los verdugos calentaron punzones de hierro hasta el punto de rojo vivo y se los clavaron en el oído, perforando los tímpanos con tanta violencia que le alcanzaron los ojos, de modo que estos le saltaron de las cuencas y se quedó ciego. Al verlo sin ojos, los verdugos se burlaban de él y le decían que ofrecía un aspecto lamentable, a lo que él respondió: “Mis ojos corporales, que han visto demasiadas cosas indignas, han sufrido al ser cegados. Pero mi vista interior, los ojos de mi alma, siguen iluminándome”. Al oír esto, Ariano mandó atarle las manos a la espalda, meterle un trozo de madera en la boca y colgarlo boca abajo. Para incrementar su sufrimiento, el gobernador mandó colgarle una pesada roca del cuello, y así lo dejaron. Pero al rato, los sufrimientos del joven eran tan evidentes que incluso los verdugos se compadecieron de él y le pidieron a Ariano que tratara de convencerle de otro modo menos cruel. Pensando que así moverían el corazón del gobernador a compasión, le dijeron que se había casado hacía veinte días, y que su esposa era una mujer muy joven y muy bella. Ariano mandó entonces que le trajeran a Maura.
Cuando tuvo delante de sí a la joven esposa, Ariano le mandó acicalarse, peinarse y perfumarse, adornándose con bellos vestidos y joyas, y tratar de convencer a su marido de que obedeciese la ley, tras lo cual serían recompensados con muchas riquezas, pero no le dijo cuál era el motivo del tormento. Ella así lo hizo, creyendo que Timoteo tenía algún tipo de deuda económica, y acudió donde estaba colgado, quien supo de su presencia por el perfume que desprendía. Intentó hablar, pero el madero metido en su boca se lo impedía, así que Maura suplicó que se lo quitasen. Una vez retirado el leño, Timoteo pidió a gritos a su padre, que contemplaba cerca su suplicio, que le tapase la cara con un trozo de tela, porque el aroma que desprendía el cuerpo de Maura le provocaba deseos impuros y no podía soportarlo. Ofendida por estas palabras, Maura le preguntó por qué le hablaba de esa manera, y así supo que la causa del tormento de su marido era su negativa a sacrificar a los dioses y a entregar los textos sagrados. Timoteo la urgió a condenar las intenciones del gobernador y a sufrir por Cristo como él, pero ella estaba asustada y, a causa de su corta edad, temía no poder resistir los tormentos. Su esposo rezó al Señor para que diera fuerzas a la esposa, y después de esto, Maura se sintió en paz y dispuesta a seguir el camino de Timoteo, muriendo por la fe si era necesario.
Dirigiéndose a Ariano, Maura confesó su fe cristiana, que le había sido inculcada desde niña, y rechazó de plano sacrificar a los dioses, diciendo que tampoco le entregaría los textos sagrados que guardaba su marido. El gobernador mandó entonces que fuera torturada: con gran crueldad, le arrancaron la cabellera, con cuero cabelludo y todo. Era esta una tortura habitual para las mujeres, pues además de producirles un indescriptible dolor, las injuriaba, ya que la cabellera era el principal atributo de belleza y dignidad de las mujeres antiguas. Como Ariano se burlara de ella diciendo que se había quedado calva, Maura le dio las gracias por ello, pues, si al obligarla a peinarse y acicalarse para su marido la había hecho pecar, al arrancarle el cabello, el pecado se había ido con él.
A continuación le cortaron todos los dedos de las manos y los tiraron al suelo y pisotearon en su presencia, pero ella seguía inquebrantable, tanto más cuando Timoteo la animaba desde su posición. De nuevo le dio las gracias a Ariano por ello, quien del mismo modo que la había hecho pecar al hacerla adornar sus dedos con joyas y anillos, al cortárselos, la había purificado de tal pecado. El padre de Timoteo, el sacerdote Pigol, estaba estupefacto al ver la fortaleza de su nuera, y cuando le preguntó cómo podía soportar el dolor de los dedos amputados, ella respondió: “¿No sucede, padre mío, que las viñas se adornan y cultivan podándoles las ramas? Del mismo modo me veo yo adornada y cultivada, y ni siquiera siento el dolor de los dedos cortados”.
Entonces Ariano ordenó desnudar a Maura y meterla en un caldero de agua hirviendo. Ella dio gracias de nuevo porque el agua la lavaba de todos sus pecados, y afirmaba no sentirse escaldada. Pensando que sus soldados, sintiendo pena por la chica, no habían calentado suficientemente el agua, le dijo a Maura que si el agua no la quemaba; ella afirmó que estaba fría. Entonces le dijo que le salpicara en la mano, y cuando Maura lo hizo, la mano de Ariano se escaldó de tal manera que la piel le saltó, llena de ampollas. Durante un momento fue presa del pánico y, temiendo la ira del Dios cristiano, mandó que liberaran a Maura, pero aún no había abandonado ella el lugar del tormento, cuando cambió de parecer y amenazó con llenarle la boca de brasas ardiente, ante lo cual, Maura no mostró temor alguno.
Entonces mandó traer un brasero lleno de brea y azufre para asar a la mártir en él. Cuando desnudaron a la joven y se dispusieron a meterla en el brasero, la multitud empezó a gritar furiosa: “¡Qué crueldad! ¡Cómo abusa ese tirano de esta inocente mujer!”. Ariano pareció dudar ante esta acusación, pero de inmediato Maura se giró hacia los que clamaban su salvación y les dijo: “Que nadie me defienda, que cada uno se preocupe sólo por sí mismo. Yo sólo tengo un defensor: Dios, en quien creo” . El gobernador mandó entonces colocarla sobre el brasero, pero ella, mirando hacia las llamas, le recordó que el caldero no le había hecho el menor daño, y que cualquier tortura que inventase para ella sería inútil. Dándose cuenta de que no hacía más que perder el tiempo, Ariano decidió zanjar el asunto y ordenó que ambos esposos, Timoteo y Maura, fueran crucificados y sus cruces colocadas una frente a otra. Mientras eran llevados al lugar de ejecución, la madre de Maura apareció y se arrojó en brazos de su hija, suplicándole que tuviese piedad de ella y que no se entregase a la muerte de esa manera. Pero Maura se desprendió del abrazo de su madre, recriminándole que quisiese impedirle ir a gozar de la misma muerte que su Señor Jesucristo.
Finalmente los soldados desnudaron y crucificaron a los dos esposos cara a cara, como se ha dicho, después que ellos besaran con gratitud los maderos en los que iban a ser clavados. Así, crucificados, permanecieron durante nueve días, animándose uno al otro a perseverar hasta la muerte. Timoteo animaba a su esposa durante el día, hasta caer la noche, y Maura lo animaba a él toda la noche, hasta la llegada del amanecer. Hacían esto para no desfallecer ni dormirse, para que el Señor no los encontrase adormecidos en el momento de su triunfo, aunque tuvieron algunos éxtasis y visiones estando clavados en la cruz, en los que veían a los ángeles rodeando el trono del Señor, que se narraban para confortarse mutuamente. El décimo día, murieron por fin, después de que Maura, gritando en voz alta, se dirigiese a la multitud que los contemplaba morir y los instaba a servir al Señor y mantenerse firmes en la fe.
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