martes, 1 de febrero de 2022

LA HIJA DE JAIRO (De "Parábolas y milagros de Jesús", Madrid 1920)

Y llegando a la casa del príncipe de la sinagoga, vio un gran alboroto y a las lloronas plañideras... (San Marcos, cap. 5)

Había en Cafarnaum - residencia habitual del Maestro -un cobrador de tributos llamado Leví, hombre austero de costumbres y sano de corazón. Vio este hombre a Jesús y le besó el borde de la túnica de lirios, reverencial y creyente. Jesús le atrajo hacia sí y le contó desde entonces en el número de sus discípulos, dándole, en el bautismo, el nombre de Mateo.
Se encontraban ambos un día en la aduana del mar de Tiberíades, donde Leví tenía su casa. Era una tarde dorada y triunfal de primavera. La tupida llanura de Esdrelón recogía los últimos besos de la luz poniente que se derramaba en haces de púrpura incendiando los vellones de las nubes y haciéndolos semejar corderillos de fuego que apacentasen en el cielo. Mecía el aire las aguas del lago con un ritmo cadencioso de devoción y se envolvían los valles en su manto de perfumes salpicado aquí y allá por las primeras gotas de rocío e iluminado por el misterioso parpadeo de las luciérnagas.
Las pupilas del Rabí eran dos estrellas precursoras. Temblaba la luz en ellas con emoción de enamorada y el sol las inundaba de reflejos, como inunda las aguas de un lago en el instante supremo de su baño vesperal, todo pureza, sacrificio, aplazamiento y esperanza.
De pronto, un anciano se arrojó, suplicante, a los divinos pies. Era alto, pero aparecía corvo. Todo en él caía hacia la tierra: su frente deprimida, sus ojos negros, su nariz afilada, su barba larguísima, sus manos sarmentosas. Vestía manto carmesí ceñido al cuerpo por un cinturón de oro y envolvía su cabeza en un tarbush escarlata. Tenía aspecto de profeta, de patriarca y de sacerdote. Podía ser Ezequiel, Abraham y Aarón... Era Jairo, el jefe de la sinagoga.
- Mi hija -lloró el anciano- ha muerto. ¡Ven, aún puedes salvarla!
Los labios de Jesús se aterciopelaron con una sonrisa. Veía la fe arraigada en la esperanza del viejo, y a los nardos de sus manos se acercaba, confortador, el célico poder del milagro...
Levantó suavemente al senecto.
- Vamos, Jairo, a tu casa -le dijo.
Y echaron a andar. Jairo, acuciado; Jesús, tranquilo.
Cerca ya de la casa, oyeron sonoro ruido de flautas, falsa contrición de plañideras y egoísta lloro de familiares. Una procesión de antorchas los envolvió en el cárdeno aliento de sus resplandores.
Al descubrir a Jesús, se hizo el silencio en las húmedas bocas de los músicos y de los llorones, y la luz de las antorchas se estremeció de alegría agitándose en el aire como ardorosos jacintos incendiados por la roja claridad del amanecer.
Entraron en la cámara mortuoria. Azules alfombras de Damasco apagaban el lento rumor de las pisadas. Un candelabro de oro de siete brazos, como el de la sinagoga, arrojaba tenues fulgores sobre los muros guarnecidos de tapices griegos. Perfumaba el ambiente denso aroma de sándalo...
En su lecho descansaba la niña, de doce años, muerta. Su alma aún no había huido, esperando la llegada del taumaturgo, y se entretenía en arrancar lejanas sonrisas a los labios mudos que, al abrirse, parecían dos mariposas posadas en los blancos jazmines de los dientes.
Jesús se acercó a la muchacha y, viéndola, dijo:
- ¿Por qué os acongojabais? No ha muerto. Mirad...
Y tomándole una mano la levantó viva.


La dulzura de la boca del Nazareno fue entonces más intensa, como lo era siempre que besaba la frente sin mácula de un niño. La comunión de su pureza necesitaba el pan de una carne blanca y suave y Él tomaba en sus manos aquella hostia con la unción sublime de quien del cielo viene y al cielo ha de volver, y, santificándola, hacía descender a ella la sonrisa de Dios, esa sonrisa que se viste de aurora para la inocencia, de sol para la virtud, de luna para la castidad y de rayo para el vicio.
¡Hermosa devoción la suya, por las flores recién abiertas a la vida cuyos pétalos no se han estremecido todavía bajo el polícromo temblar de esa risueña mariposa que se llama la ilusión, ni bajo el embriagador zumbido de esa abeja misteriosa que nos invita al amor!...
¡Quién fuera siempre niño! ¡Quién tuviera eternamente carne de rosas y de nieve! Los ojos no verían de la noche más que las estrellas y la luna, del día más que las flores y la luz. Resbalaría la vida por la frente como un sueño luminoso, bañándola de fe, de candor y de claridad. Y en medio de ese sueño, encontraríamos a Jesús que con su boca de mieles nos reiría diciendo, por nosotros, al mundo:
"Dejad que los niños se acerquen a mí".  

 

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