Ágata/Águeda nació en Sicilia (probablemente en Catania) alrededor del 230 d.C. y cuando tuvo uso de razón decidió conservarse siempre pura y virgen, por amor a Dios.
Ha sido, sin temor a exagerar, una de las santas más cantadas de la antigüedad por poetas, literatos y llevada a la pintura y escultura. En la misma liturgia romana tuvo el honor de ser venerada desde la más remota antigüedad como lo demuestra que fuera incluida en el antiguo Canon Romano.
El procónsul Quintiano. que era el gobernador de la isla, intentó conquistarla ya que era muy hermosa y de una familia distinguida.
Un día la vio y entabló con ella el siguiente diálogo:
– “¿De qué casta eres?” -le preguntó el procónsul de Sicilia, a la joven Ágata.
– “Soy de condición libre y de muy noble linaje” -contestó ella.
Inmediatamente quiso poseerla, según las Actas, se había enamorado de Ágata, “cuya belleza sobrepasaba a la de todas las doncellas de la época”. Fue rechazado varias veces y ante la respuesta negativa de la joven, buscó la ayuda de Afrodisia, que regenteaba un prostíbulo. Juntos planearon que para poseer a Ágata, había que hacerle perder la pureza (ambos no sabían que era cristiana).
Así, el gobernador la hizo llevar con artimañas a una casa de mujeres de mala vida y estarse allá un mes, pero nada ni nadie lograron que quebrantara el juramento de virginidad y pureza que le había hecho a Dios. Por más que lo intentaron no pudieron violentarla, ya que Ágata se defendió con uñas y dientes. El gobernador, asombrado por su resistencia, mandó que la llevaran a su mansión donde le prometió riquezas si se acostaba con él, pero aún así siguió manteniendo su voto de castidad.
Por ese tiempo, asume el poder el emperador Decio tras eliminar al emperador Felipe (el árabe), amigo de los cristianos. Decio decidió perseguir a los cristianos, en lo que se conoce como la séptima persecución iniciada en el año 249. Muchos judíos encabezaban las turbas que capturaban cristianos para matarlos. En esta ocasión los mártires fueron innumerables.
Al que se negara, se le privaba de su condición de ciudadano, se le desposeía de todo, se le condenaba a las minas, a las trirremes, a otros tormentos más refinados o a la esclavitud. Este era un método perverso para detectar a los verdaderos cristianos, ya que se negarían a adorar a los ídolos.
Ágata, como tantos cristianos de la isla, fue llevada ante el tribunal para que prestara también su sacrificio a los dioses. La joven, decidida y llena de fe y de confianza, se negó a realizar la ofrenda haciendo profesión pública de su fe en Cristo, y fue llevada ante el gobernador. El procónsul le hizo ver los castigos que le esperaban si no cambiaba de opinión; sería tratada como una vulgar asesina, con la vergüenza que con ello vendría a su familia.
–“¿No comprendes, cuán ventajoso sería para ti el librarte de los suplicios?”, le insinuó Quintiano, que aún guardaba esperanzas de poseerla.
-“Tú sí que tienes que mudar de vida, si quieres librarte de los tormentos eternos”-le respondió Ágata.
Herido en su orgullo, y en venganza, la envió a prisión y luego de un tiempo la mandó llamar, aunque Ágata volvió a rechazarlo. “Cada día que pasa me doy más cuenta de que estoy en la única verdad y que Jesucristo es el único que nos puede dar la vida eterna. Él es el único que nos puede hacer salvos”.
Desarmado ante tal fortaleza, Quintiano mandó que la desnudaran y la sometieran al tormento de los azotes. Ágata se mantuvo firme en sus creencias, y ya despechado, y sabiendo que nunca sería suya, sin tener en cuenta los sentimientos más elementales de humanidad, ordenó que quemaran los pechos de la virgen, y se los cortasen después con unas tenazas. Es famosa la respuesta de la bella Ágata en esa terrible situación: “Cruel tirano, ¿no te da vergüenza torturar en una mujer el mismo seno con el que de niño te alimentaste?”.
Impasible, Quintiano la envió una vez más a prisión. Con enormes dolores fue arrojada al calabozo, donde a media noche se le apareció un anciano venerable, que le dijo dulcemente: “El mismo Jesucristo me ha enviado para que te sane en su nombre. Yo soy Pedro, el apóstol del Señor”. Ágata curó milagrosamente y dio gracias a Dios.
Al encontrarla curada al día siguiente, Quintiano le preguntó:
“¿Quién se ha atrevido a curarte?”. A lo que ella respondió: “He sido curada por el poder de Jesucristo”. “¿Aún pronuncias el nombre de Cristo, si eso está prohibido?”. Y la joven respondió: “Yo no puedo dejar de hablar de Aquél a quien más fuertemente amo en mi corazón”.
Entonces, enfurecido, la mandó echar sobre llamas y brasas ardientes, y mientras se quemaba, elevaba sus plegarias al cielo: “Oh Señor, Creador mío: gracias porque desde la cuna me has protegido siempre. Gracias porque me has apartado del amor a lo mundano y de lo que es malo y dañoso. Gracias por el valor que me has concedido para sufrir. Recibe ahora en tus brazos mi alma para que pueda cantar para siempre contigo en la gloria…”. Y diciendo esto expiró en Catania, blanca y pura como había vivido. Era el 5 de febrero del año 250.
No hay comentarios:
Publicar un comentario