lunes, 21 de marzo de 2022

EL CIEGO BARTIMEO (MILAGRO DE JESÚS)

... Y saliendo de Jericó Jesús y sus discípulos, seguidos de una gran muchedumbre, hallaron sentado junto al camino a Bartimeo, el ciego, hijo de Timeo... (San Marcos, cap. X).

La fertilísima llanura de El-Gor culminaba de plenitud. Se iniciaba ya el otoño y las fecundas higueras se veían cargadas de purpurinos frutos, suaves y dulcísimos; extendían las palmeras sus anchas hojas rizadas dejando asomar por entre ellas tostados racimos de tersos dátiles; apuntaba el azahar en los naranjos, y de las abiertas venas del bálsamo de Judea fluía la resina en gotas amarillentas que cargaban de aromas el aire campero. Como pálidas mieses de cera, las rosas de Jericó apretaban sus tallos pajizos y extendían granada espiga de sus corolas blancas. El Jordán saltaba cantarín en medio de los campos de rosas, y se perdía a lo lejos, camino de Jerusalén, por el valle del Cedrón.
Jericó, la gran ciudad evocadora y solemne, había perdido, con sus murallas, su grandeza. Nadie al verla entonces diría de ella que fue un día la señora principal de aquella tierra de promisión ofrecida por Jehová al pueblo trashumante emigrado de Egipto. De todo su opulento caserío no quedaban más que unas cuantas casuchas acurrucadas en el ribazo como un diminuto rebaño de mansas ovejas tristes. Al concierto terrible de los trompetazos de Josué había sucedido la confusa algarabía de las zumbas geórgicas. Habían vuelto a confundirse las aguas del río en una sola arteria rojiza y bullidora, devorando el misterio de las doce piedras que atestiguaron el milagro de la desecación ante el Arca de la Alianza. Y el sol, aquel sol obediente y extático, mesiánico y guerrero que detuviera el caudillo en su curso sideral, se hundía en el misterio de los montes semejando una lámpara de oro próxima a quebrarse contra las jorobas de los picachos sombríos.
El suavísimo Jesús había estado predicando en la aldea pesarosa y afligida. Sus palabras, al salir de sus labios, fueron como palomas tiernas que se derramaron por la paz del valle, poblándola de mansos arrullos esperanzadores. El prodigio infinito de sus manos transparentes había sanado lepras y cegueras. El candor piadoso de sus pupilas de gacela había iluminado muchas almas y sembrado de amor muchos corazones... Salía del poblado, y tras el lirio flotante de su túnica caminaba la gente anhelosa de purificación. De la huella de su pie de alabastro se escapaba una promesa celestial, y de su frente un nimbo de luz jamás conocido en el desierto...
Arrojado miserablemente sobre una piedra del camino, el ciego Bartimeo pide limosna. Su voz es monótona y débil. Recita siempre una misma imploración acongojada, húmeda de lágrimas y fresca de suspiros. Su mano sin carne se tiende hacia la senda, pálida como una azucena mustia, sin color ni lozanía. Se alza al cielo su rugosa frente y las cuencas desiertas de los ojos se contraen en un esfuerzo estéril, espantoso y desolado...
Por la veredilla casi nunca pasa gente. Solo, al crepúsculo, los pastores que vuelven al redil llevando la pacífica confusión de sus rebaños cansinos; algún que otro viandante encaramado sobre la aguda giba de un camello, y las doncellitas que regresan con las ánforas de piedra al hombro, después de llenarlas en las cisternas del valle, entre cándidas risas e inocentes retozos triscadores.
Extraña, pues, Bartimeo aquel ruido de multitud que se aproxima clamoroso, y tiembla su mísero corazón. Pero oye nombrar a Jesús y entonces tiembla todo su cuerpo, no de miedo, como antes, sino de esperanza y de fe. De su descarnada boca sale, ferviente, un sollozo:
-¡Jesús, Hijo de David, ten misericordia de mí!
Y aquellos ojos, en donde jamás aleteó la luz del cielo, se cubren de lágrima... ¿Por qué saben llorar los ojos muertos? ¿Por qué, si murieron para la dulzura inefable del sol, no murieron también para la amargura terrible del llanto?...
Bartimeo repitió su fervor sollozante:
-¡Jesús, Hijo de David, compadécete de mí!
Egoístas o fanáticos, muchos quisieron separar al importuno para que no molestase al Nazareno y le increpaban para que callase, pero él gritaba mucho más:
-¡Hijo de David, ten piedad de mí!
Se detuvo Jesús y dijo que le llamasen.
Llamaron a ciego, diciéndole:
-Ánimo, levántate, que te llama.
Él arrojó su manto y saltando se allegó al Maestro. Tomando Jesús la palabra, le dijo:
-¿Qué quieres de mí?
-Que me des la vista que nunca tuve.
Y Jesús responde:
-Sea; tu fe te ha salvado.
Y poniendo sus dedos de rosas sobre las cuencas secas las iluminó, y al instante recobró la vista.



Los divinos dedos, al destejer un misterio, tejieron otro más grande. El prodigio de conducir la luz hasta los ojos en tinieblas y dejarla encerrada en ellos se reflejó en todos los corazones, los cuales sintieron que la sangre que a ellos afluía era como torrentes de sol, que los encendían y los alumbraban. Jesús curaba la doble ceguera del cuerpo y del espíritu, libraba de las sombras a los ojos y a las almas. Toda su vida fue un reguero de resplandores blancos y puros, una aurora radiante y confortadora que borró la noche del error y dibujó sobre el mundo la maga claridad de un día todo triunfo, cariño, fraternidad y redención.
Los dedos fragantes de Jesús siguen teniendo para nuestros ojos la caricia diurnal que tuvieron, hace veinte siglos, para el miserable ciego de Jericó...

De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta nº 222, 1920)
 

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