domingo, 27 de marzo de 2022

EL FARISEO Y EL PUBLICANO (PARÁBOLA DE JESÚS)

...Dos hombres subieron al templo a orar, el uno era fariseo, y el otro publicano... (San Lucas, cap. XVIII).


Formaban los fariseos su sacerdocio seglar, y dentro de él, una secta que trataba de distinguirse de las otras, por sus severidades externas, por su respeto al Talmud y su estricta devoción religiosa. Alardeando de mantenerse puros, iban por la calle tocados de un velo, para no mirar a las mujeres. En los pórticos del templo se pasaban gran parte de la mañana discutiendo cuestiones canónicas. Dentro de él, en las naves, en la tribuna o en el Santuario, se mantenían llenos de piadosa unción. Los hierosolimitanos les temían porque eran poderosos y los respetaban, por creerlos sinceramente castos y por estimarlos positivamente justos.
En cambio, los publicanos constituían una casta ruin y despreciable. Llegaron a Jerusalén con la dominación romana, que estableció por primera vez en los risueños valles de Judea los impuestos ciudadanos, y encargados de cobrarlos, se hicieron enojosos a la gente, que los aborrecían. Los publicanos vivían fuera de la sociedad general, en pequeñas tribus reunidas en aduares al rededor de las aduanas, junto al mar de Galilea o en el camino de Damasco.
Decir, pues, fariseo era decir personaje principal, severo de costumbres, religioso y respetable. Decir publicano era decir hombre rapaz, odioso, confabulado con asesinos y ladrones para robar al pueblo...
Un día en que Jesús predicaba sobre la intimidad de la oración y sobre el recato de la virtud, vio ante sí un fariseo que le escuchaba, reverente al parecer pero, de hecho, con gran enojo intento, porque siendo galileo, había de aborrecerle y, siendo sabio, de envidiarle.
Por excepción, aquel día no usó Jesús el lenguaje dulce y seductor que casi siempre usaba. Su voz fue austera, precisa, sin el maravilloso ropaje celestial de que vestía su pensamiento cuando hablaba, por ejemplo, de las vírgenes prudentes o de la oveja descarriada, y tremó en el espacio como un radiante estallido de la cólera divina. Habló así:
"Dos hombres subieron al templo a orar; el uno era fariseo, y el otro publicano. 
El fariseo, puesto en pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh , Dios!, yo te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces a la semana, y pago los diezmos de todo lo que poseo.
El publicano, al contrario, oculto en un rincón, no se atrevía siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se daba golpes de pecho, diciendo: Dios mío, ten misericordia de mí, que soy un pobre pecador.
En verdad os digo que este volvió a casa perdonado, mas no el otro, porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado".


En todo era humilde el celestial Nazareno. Así pudo crear, principalmente, la escuela de la humildad. Tan humilde nació que, siendo suyo el mundo, tuvo por techo un establo y por cuna un pesebre. Tan humilde vivió de niño que, estando en su mano todas las riquezas, ganó su pan de maíz con el sudor de su frente, en una carpintería aldeana. Tan humilde fue de hombre que, siendo rey de reyes y señor de señores, escogió por morada el campo, se alimentó de frutas, y algunas noches no tuvo donde reclinar su cabeza. Tan humilde murió que, siendo el justo entre los justos, se dejó clavar en una cruz y escogió por compañeros de agonía a dos ladrones...
Rebusquemos entre todos los esfuerzos de que sea capaz nuestra alma, el más alto y heroico, el más virtuoso y cristiano. Pongámoslo enfrente de la seducción de los honores, de los títulos, de las preeminencias, de los triunfos o de los tesoros. Ese esfuerzo se apagará enseguida. El alma no sabrá rechazar el vaso de oro de la soberbia, y lo acercará a los labios; no sabrá rehuir el rayo de luz de la vanidad, y lo clavará en su frente... Si a cualquiera de nosotros se nos ofreciera ser reyes un solo día a cambio de ser esclavo muchos años, no dudaríamos en aceptar el trono. Detrás del corazón de cada hombre hay escondido un anarquista. Delante, se haya acurrucado un emperador...

De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920)

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