"...Plantó un hombre una viña y la cercó de seto; y cavó un lagar y construyó una casa, todo lo cual lo arrendó a unos labradores, y partió lejos..." (San Marcos, cap. XII).
Jesús presentía su hora. Sus pasos se acercaban tristemente a Jerusalén, ciudad de la sangre y de la redención. El mes de Nizam había comenzado y los padres de familia disponían ya su linterna para registrar los rincones de la casa y quemar la levadura. Bajo los pórticos de la piscina probática, junto al templo de Salomón y entre el lamentable enjambre de los mutilados y los encogidos, se apilaban los corderos pascuales, puestos en venta pública. El día de los Ázimos no estaba lejos... Jesús se hallaba aún a tiempo de cambiar el curso de la historia. Pero no era esa su misión. Y lentamente, melancólicamente, iba hacia Jerusalén.
A los idílicos valles de Galilea habían sucedido las grises lontananzas judías, agrias, escarpadas y punzantes. Por todas partes se advertía el misterio eternal de las tumbas rabínicas. Doncellas hierosolimitanas reían junto al pozo de Eurogel, cuyo brocal de veía festonado de ánforas. Rugía el torrente Cedrón, reptando por entre los barrancos cenicientos, y se hundía el Mar Negro en la negra mortaja de sus aguas.
Acababa de salir el sol por detrás del monte de los Olivos. Jesús había dormido allí, entre sus discípulos y sus partidarios. Al despertar, sus recuerdos concordaron en la substancialidad del próximo futuro. Y dijo:
"Plantó un hombre una viña y la cercó de seto; y cavó un lagar y construyó una casa, todo lo cual lo arrendó a unos labradores y partió lejos.
Cuando fue el otoño, envió un criado suyo a los labradores para que estos le entregasen la cosecha de la viña.
Pero ellos, en lugar de hacerlo así, hirieron al criado y lo devolvieron a su señor, sin darle nada.
Envió el señor a otro criado y también le maltrataron, hiriéndole en la cabeza y haciéndole volver apenado.
Un tercer criado que envió el señor fue muerto por los viñadores, y de otros muchos que también fueron enviados, unos no volvieron, porque los colonos los mataron, y otros volvieron heridos
.
El señor tenía un hijo a quien amaba mucho y se decidió a enviarlo a la viña, diciendo para sí: Guardarán respeto a mi hijo.
Mas los labradores, al verle, se dijeron: Este es el heredero. Matémosle y la heredad será nuestra.
Y prendiéndole, le mataron, arrojando el cadáver fuera de la viña...".
El simbolismo de esta parábola tiene la transparencia del cristal. Dios había confiado el mundo a la colonia humana. Envió a Moisés y la palabra apostólica del iluminado del Sinaí fue desatendida. Las manos ungidas de Samuel solo habían servido para llenar de óleo la cabeza del primer rey de los hebreos. Se reintegró Elías al cielo sin haber podido cumplir tampoco su misión divina. A Eliseo y Jonás, a Daniel y a Oseas, a Habacuc y a Zacarías, les maltrataron los viñadores. La cabeza del Bautista acababa de ser entregada en una bandeja rutilante a la hija de Herodías...
Y el Señor enviaba a su Hijo muy amado.
Y los labradores de la viña humana, necios, sordos y malvados, tampoco le prestaban atención y se aprestaban, cobardes, a enrojecer la pelada cumbre del Gólgota con la sangre más pura, más noble y más inocente que ha corrido por canales venas.
De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, abril de 1920)
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