martes, 1 de marzo de 2022

LA NOCHE DE REYES (Magdalena Santiago-Fuentes)

I

Era una tarde nublada y triste de principios de enero; la nieve caía en gruesos copos y los pocos transeúntes que cruzaban la desierta plaza se apresuraban a refugiarse en los soportales. Dieron pausadamente las cinco en el reloj de la catedral y, apenas se apagó la última vibración, oyóse un murmullo, sordo al principio, claro y distinto después como si trinasen juntas mil pájaras, como si orasen a la par cien ángeles: eran las niñas de la escuela municipal de aquel distrito que rezaban la oración de salida y que a los pocos momentos invadían el portal en bullicioso tropel, corriendo, saltando y arropándose en las obscuras toquillas, en los humildes mantones o en los elegantes abrigos.

La bandera española, que ondeaba en la fachada del edificio movida por el helado cierzo, parecía decir adiós a aquellas niñas que, cobijadas bajo su protección, aprendían a amar a Dios y a su patria, afectos santos que las harían llegar a ser virtuosas madres de familia o quizá heroínas capaces de dar la vida por defender su nación.
Conchita salió la última del colegio pensando en el día siguiente: 6 de enero. ¡Qué gusto! En primer lugar no había clase y además los Reyes Magos, esos señores tan poderosos dejarían aquella noche algún regalo en sus balcones. En cambio ¡qué tristes debían quedarse los niños a quienes no ponen nada! Por esto, a pesar de estar tan contenta, pensaba en los consejos que acababa de darles su profesora: que se acordasen de los pobres, que repartiesen con ellos los dulces al día siguiente. ¡Cuántas compañeras suyas encontrarían vacías sus bandejas! ¡Cuántas se habían entristecido y hasta llorado al escuchar las palabras de la maestra recordando que los Reyes Magos no subían a sus casas porque eran feas y tristes!
Conchita sentía llenársele los ojos de lágrimas al pensar en esto. Penetró en los soportales, invadidos por la gente que se refugiaba en ellos de la nieve. Los escaparates llenos de golosinas y caprichos, que sin duda compraban los Reyes para obsequiar a sus amiguitos, atrajeron sus miradas, pero al pasar por delante del puesto de una castañera se detuvo y exclamó sorprendida:
- ¡Rosa! ¿Qué haces aquí con tanto frío? ¿Cómo no vas al colegio?
La aludida, que era una niña de su edad, respondió tristemente:
- Desde que no nos vemos han sucedido muchas desgracias: mi padre se cayó de un andamio y no puede trabajar, mi madre está muy enferma. Como soy la mayor, tengo que estarme en el puesto para ver si vendo algo y pueden comer mis hermanitos y mamá.
- Pues ¿de qué os alimentáis tu padre y tú?
La pequeña castañera vaciló un momento; su rostro, pálido por el frío y las privaciones, se tiñó de carmín, pero su compañera la abrazó cariñosamente y entonces contestó muy bajito, casi con vergüenza:
- Nosotros decimos que nos guardan la comida en una casa...
- Y ¿es eso verdad?
- No, -añadió llorando-, te lo digo a ti porque sé que me quieres mucho... no se lo cuentes a nadie... Solo algún día que le dan limosna a los chiquitines, podemos comer; cenar no nos hace falta porque el sueño alimenta.
Conchita no dijo nada; la abrazó de nuevo con cariño, besó a los pequeñines que su amiga tenía junto al hornillo arropados en un mugriento mantón, y echó a correr hacia su casa con el corazón destrozado por lo que acababa de oír. La criada que la acompañaba gritaba en vano para que se detuviera, ella corría sin cesar sobre la nieve que cubría el suelo; llegó por fin, subió rápidamente la escalera y con sus azules ojos llenos de lágrimas, se arrojó en brazos de su madre, que la miraba sorprendida.
- Mamá... mamá... ¡qué triste vengo!... ¡pobrecilla!... Si tú quisieras...
- ¿Qué tienes, hija mía? ¿Qué te pasa? -preguntó la señora con afán.
Concha le refirió todo lo ocurrido. Su relato, impregnado de dulzura y caridad logró conmover a su madre, que sufría al pensar en aquella desgraciada familia y gozaba al ver los generosos sentimientos que, cual flores frescas y perfumadas, nacían en el corazón de su hija.
Esta, trémula, impaciente, la abrazó con más fuerza, y bajo, muy bajo, como si se tratara de un delito, le confió su plan, aquello que se le había ocurrido al saber la triste suerte de su amiguita.
- ¿Quieres, verdad? -balbuceó con profunda emoción.
La dama, no menos conmovida, la besó apasionadamente, y contestó:
- ¡No he de querer!... Tu idea es excelente. Me parece muy bien que entregues tus economías a esa niña tan desgraciada y tan buena.
- Entonces voy a llevárselo todo-, y hablando así salió corriendo de la habitación.
Poco tardó en volver con su alcancía de barro, saltando alegremente.
- ¿No te arrepentirás? -preguntó la señora al ver su precipitación.
- ¡Mamá!... ¡qué cosas tienes!... ¿arrepentirme yo?... Aunque estuviese llena de monedas de plata haría esto - y tiró contra el suelo la hucha, que se hizo mil pedazos.
Las moneditas saltaron como atemorizadas por el golpe y el ruido y huyeron rodando a esconderse debajo de las sillas. Su dueña las persiguió incansable y reuniéndolas en su faldita exclamó llena de júbilo:
- ¡Mira!... mira, cuánto dinero!...
La bondadosa señora la contemplaba con amor, con ese cariño y entusiasmo con que miran las madres a sus hijos; y por darle gusto, dijo alegremente:
- ¡No eres poco rica! ¿Cuánto tienes entre todo?
- Más de cuatro pesetas, pero... en calderilla.
- No importa, ya verás qué contenta se pone Rosa.
- Es verdad. Me marcho en seguida.
- Ahora no, cielito; hace un frío horrible... podrías ponerte mala.
- Mamá, por Dios te lo pido... no quiero tardar un momento. Además, dices que el andar por la calle puede hacerme daño, a mí que voy tan tapada, pues piensa que mi pobre amiga lleva un traje de verano y que sus hermanitos están echados en el suelo. Comprende que debo ir porque con esta noche tan mala se van a helar los pobrecitos. Me pondré una toquilla, todo lo que quieras; con este abrigote tan grande no se puede tener frío. Déjame. ¿No ves que voy a estar intranquila y que cuando cene pensaré que mi compañera sentirá mucho frío y mucha hambre?
- Bien, vete; que te acompañe Pilar.


La niña recogió cuidadosamente todos sus ahorros y momentos después salía a la calle seguida de su doncella.

                                                 II 

Era muy tarde. Concha dormía en su camita tan blanca como un copo de nieve, viendo en sueños escenas deliciosas en que se mezclaban sus padres con los Reyes Magos, su pobre amiga con los ángeles del cielo.
Grande había sido su alegría cuando entregó las moneditas a Rosa, diciéndole: "Esto es para ti". Enseguida echó a correr por no oír a la pobre castañera que le daba las gracias con efusión. ¡Qué alegre le pareció su casa al volver, y qué hermosa su madre y qué rica la cena! La verdad es que debían hacerse siempre obras de caridad, pues la alegría que producen valen mil veces más que todo el dinero y que todas las cosas del mundo. Pensando así se había quedado dormida.
Dos sombras avanzaron hacia su lecho, la contemplaron breves instantes y depositaron un beso en su frente; después, muy despacio, abrieron el balcón y en la bandeja que dejó la niña antes de acostarse para que los Reyes le pusieran sus regalos, colocaron diversos paquetes y salieron muy queditos, como sombras.

                                                            III

¡Seis de enero! Mañana feliz para los niños, que encierra más esperanzas y más ilusiones que la juventud con sus placeres y aventuras y que la edad viril con sus triunfos y ambiciones. ¡Qué hermosa amaneció aquel año! El sol doraba con sus rayos oblicuos los mil juguetes hacinados en ventanas humildes y en miradores aristocráticos; el cielo tan azul como el manto de la Inmaculada, todo estaba vestido de fiesta porque, sin duda, los Reyes Magos, compadecidos de los niños indigentes, habían querido dejarles por don un día espléndido, uno de esos días en que los pobres reviven y olvidan su suerte cruel, que les impide calentarse en los rigores del invierno.
Cuando sentadas junto a la chimenea o alrededor del brasero veáis caer la nieve y estrellarse el huracán contra los cristales que os resguardan del frío, no olvidéis que allá abajo, en la calle, quizá en vuestra misma puerta o en las bohardillas de vuestra casa, algún infeliz tirita bajo su traje hecho jirones o padece los horrores del hambre que, vosotras, hastiadas de golosinas, no imagináis siquiera. Pensad que Dios podía haberos puesto en lugar suyo, podía sumiros como a ellos en el desamparo y la miseria; pensad que si os ha colmado de bienes es para que los repartáis con los desgraciados a quienes ama con especial ternura, puesto que Él mismo quiso ser pobre para daros ejemplo; pensad que vosotras tenéis padres y que hay niños huérfanos y otros que ven morir a los suyos sin poderles dar alimentos ni medicinas que tal vez los curasen; pensad que hay niñas que van descalzas pidiendo un pedazo de pan y que duermen en los quicios de las puertas, y si, al compararos con ellas no os sentís llenas de ternura y compasión, no deseáis calmar sus pesares, no corréis a darles algo de lo mucho que a vosotras os sobra y a endulzar sus lágrimas con una sonrisa, pensad por fin que ellas os odiarán y tendrán derecho a despreciaros; pensad que vuestra altanería y vuestro egoísmo enciende el odio y produce esas catástrofes sociales de que los ricos avaros son tan responsables como los desalmados anarquistas, y pensad también que si no tenéis caridad con el que llora y padece, si desoís sus súplicas y sus ruegos, tampoco os escuchará el Dios de la misericordia cuando llenas de angustia y desconsuelo vayáis a pedirle la salud, el bienestar o la vida de vuestros padres.

                                                                        IV

¡Con qué alegría saltó Conchita de la cama! No tuvo su mamá que obligarla a vestirse como otras veces; en pocos minutos estuvo arreglada y, loca de contento, corrió al balcón.
Los padres contemplaban esta escena con tierno cariño, gozando al ver su alegría y riendo con satisfacción al escuchar sus exclamaciones.

La bandeja estaba llena de juguetes de todas clases, de dulces deliciosos y, en medio, sobre un libro cuyas hojas fingidas encerraban bombones, una hucha de barro igual a la que había roto la tarde anterior, se elevaba orgullosa de alternar con tan ricos presentes. 
La niña la cogió sorprendida y exclamó, mirando por la abertura:
- ¡Tiene monedas de plata! -y con la precipitación y curiosidad, propia de sus pocos años, tiró al suelo la hucha, que quedó hecha añicos. -¡Cuánto dinero!... ¡Ahora sí que soy rica!... Una, dos, tres... -dijo contando apresuradamente, y al concluir de hacerlo exclamó asombrada: -¡Qué casualidad! Mira, mamá, mira. Hay tantas piezas de plata como tenía ayer en cobre cuando se las di a mi amiga.
- No es casualidad -contestó su madre sonriendo dulcemente-. Es que Dios premia no solo en la gloria, sino también en este mundo las buenas acciones. Por cada céntimo que se da a un pobre, Dios, bondad suprema que nos ama tiernamente con paternal cariño, nos devuelve la limosna, pero con mucha ganancia. Por eso, hija mía, tienes en plata el mismo número de monedas que ayer diste en cobre, porque el Ángel de tu guarda, al tiempo que los Reyes Magos te ponían sus presentes, dejó en tu bandeja esta hucha llena de moneditas del cielo.

Publicado en "Museo de la infancia. Cuentos morales". Hijos de Santiago Rodríguez. Burgos, 1900.
   

 

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