...Un campesino salió a sembrar su campo, y al echar la semilla, una parte de ella cayó junto al camino, y las aves del cielo la comieron... (San Lucas, cap. VIII).
La palabra de Jesús era bella, suave y blanca como un cisne. Brotaba de la púrpura de sus labios con la armonía de un risueño temblar de liras que sonase, por primera vez, en el ambiente virginal de los desiertos. La gente la escuchaba con embeleso. Les sabía a los dorados racimos de las viñas de Engadí, a la dulcísima miel de los panales del Hibla, a la leche fresca y jugosa de la tierra de Canáan... De la boca de Jesús fluía siempre un raudal de enseñanzas, que se abrían en el corazón con la perenne constancia de las rosas de Jericó, místicas, solemnes, luminosas y fragantes, y que, como estas, podían ser transportadas a lugares remotos sin perder su lozanía...
Aquella mañana, frente a la vieja Bethulia del Tiberiades, dijo el Maestro:
"Un campesino salió a sembrar su campo, y al echar la semilla, una parte de ella cayó junto al camino, y las aves del cielo la comieron.
Otra parte cayó sobre las piedras, y recién nacida se secó por no tener humedad.
Otra parte cayó entre las espinas, y creciendo con ellas las espinas la ahogaron.
Y, finalmente, otra parte cayó en buena tierra, y cuando fue crecida dio de cosecha el ciento por uno...".
La gente no comprendía el simbolismo de esta parábola, y se preguntaban unos a otros qué quería decir Jesús con el ejemplo de la simiente perdida y la simiente aprovechada. Lo oyó el Maestro y habló de nuevo:
"La simiente es la palabra de Dios.
El camino es el hombre que habiendo oído esta palabra deja que el diablo la quite de su corazón.
La piedra es el hombre que habiendo oído también la palabra divina, la recibe con gozo, pero no teniendo raíces, la olvida pronto, no sabe retenerla.
Las espinas son los hombres que habiendo oído asimismo esa palabra, la ahogan con los cuidados, con las riquezas y con los placeres de la vida.
La buena tierra representa a los hombres de corazón sano y recto que habiendo que habiendo oído la voz del cielo, saben retenerla y consiguen de ella todo fruto...".
Verdaderamente, el hombre tiene algo de la aridez hostil de los caminos, de la palidez resbaladiza de la piedra, de la punzadura agreste de la espina y de la fecundidad acogedora de la buena tierra. Cualquier sentimiento de virtud o de amor, de caridad o de pureza, al caer sobre su corazón, puede ser estéril o ubérrimo, según el corazón esté preparado para recibir la semilla...
Jesús nos enseñó a cultivar el corazón. Hasta que su doctrina resonó, hace ya veinte siglos, frente a la vieja Bethulia del Tiberiades, raros eran los corazones cultivados para esas prendas divinas. Cierto que la espiga de la fe había crecido en muchos, pero no menos cierto que junto a esa espiga se había elevado la mala yerba del fatalismo. La gente creía en un Dios vengativo, guerrero, detonante, que tomaba parte en las batallas, que se manifestaba entre rayos y truenos, que castigaba siempre, que nunca perdonaba... Los sacerdotes, egoístas, habían falsificado la figura, infinitamente apacible, de Jehová.
Y hubo de nacer Jesús para que esa figura divina recobrase su nimbo de suavidad y de dulzura. Jesús predicaba el amor y la paz, en nombre de Dios. Y paz y amor es lo que debían recoger los corazones que no tuvieran la aridez hostil de los caminos, ni la pulidez resbaladiza de la piedra, ni la punzadura agreste de la espina... ¡Paz y amor! Para ellos pedía fecundidades a la tierra cordial.
Si hoy volviera a la vida el gran Maestro, lloraría, como en Gethsemaní, lágrimas de sangre, al ver que el mundo, por el que sus brazos celestes se dejaron taladrar, es duro como las piedras, seco como los caminos y agresivo como las espinas, puesto que en ninguno de sus surcos ha caído un solo grano de aquella redentora simiente que había de darnos una cosecha de paz y de amor.
De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, abril de 1920)
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