...Había en Jerusalén, junto a la puerta del ganado, una piscina, que en hebreo se llama Beth-es-da, y la cual tenía cinco pórticos... (San Juan, cap. V).
Era el día de la Pascua y salía Jesús del templo de Salomón, rodeado de las turbas. Los galileos lo miraban como rey, esperando impacientes el momento de que manifestase su voluntad de ser proclamado. Los nazarenos lo contemplaban como Dios y temblaban solo de pensar que pudiera reintegrarse al cielo. Los judíos lo observaban como hombre y -cosa singular- cuanto más se convencían de que era un hombre como ellos, más comprendían también que era algo superior a todos los hombres.
Jesús caminaba lenta y serenamente. De su faz partía una extraña iluminación transparente que irradiaba consuelo y ventura para todos. Nadie que mirase una vez sus ojos podría olvidar el infalible resplandor que en ellos ardía. Ninguno que viera sus sonrisas renunciaría al deseo de volver a verlas en sus labios de fuego, un poco melancólicos, no obstante estar cargados de dulzura.
No lejos del templo estaba la piscina probática con su estanque, donde se purificaban para el sacrificio las reses, y sus cinco pórticos, a la sombra de los cuales un enjambre de enfermos mosconeaba eternamente el coro abigarrado de sus desventuras. Había ciegos, cojos, mancos, tullidos, sordos, mudos. De las manos de unos se escapaba el doloroso crujido de los huesos como si fuera el crepitar de dos hogueras que consumiesen descarnadas gavillas de sarmientos. Los cuerpos de otros se doblaban bajo el plomo de los años, que iba cayendo, gota a gota, sobre las aguas del estanque. En las frentes de todos aquellos miserables iba desangrándose poco a poco el pensamiento y con él la esperanza.
Pero ninguno tan triste, tan abatido, tan harapiento y tan desesperanzado como el paralítico.
De cuando en cuando un ángel descendía y agitaba las aguas y el que primero llegase entonces y se bañara en ellas curaba de toda enfermedad.
Y el infeliz llevaba treinta y ocho años bajo el arco del pórtico, sin haber conseguido que nadie le ayudara a zambullirse en la piscina.
Cuando Jesús se acercó a él estaba llorando.
- ¿Por qué lloras? -le preguntó.
El desventurado refirió al Maestro su horrible desventura.
La voz milagrosa de Jesús resonó en el pórtico.
- Levántate -dijo al paralítico-, toma tu lecho y anda.
Y el paralítico sanó, y cargándose sobre los hombros el fementido lecho, fue por las calles publicando el prodigio...
Como siempre, la virtud celestial había servido a la fe. Muchedumbre de enfermos encontró Jesús en la piscina. A todos podría haberlos curado. Todos eran creyentes, puesto que esperaban allí, esperanzados, la hora en que descendiese el ángel a remover las aguas. Pero ninguno con tan íntima perseverancia como el pobre tullido. Y la caricia de las manos de azucena fue para él... Mil veces nos ha ocurrido a nosotros creernos los últimos en la esperanza de remediar nuestras pesadumbres. La idea del fatalismo -un fatalismo inexorable y rígido como la marcha de los astros- ha cruzado por nuestra frente y hemos bajado, resignados, la cabeza, dejándonos llevar por la vida, en sus vaivenes. El valor de la esperanza no ha sido reconocido por nuestro corazón. Mucho menos el de la perseverancia... ¡Y cuán fácil es que, súbitamente, llegue a nosotros el remedio! El paralítico de la piscina de Beth-es-da estaba allí desde mucho antes de nacer Jesús. Cada vez que el ángel descendía y él no lograba asaltar el primero las aguas revueltas lloraba en silencio, pero no desesperaba. Y un día pascual, cuando menos aguardaba la milagrosa medicina que había de sanarlo, la mano del Profeta se extendió, luminosa, sobre su frente sombría. ¿Por qué no hemos de confiar nosotros? ¿Por qué en el calendario de nuestra vida no hemos de tener señalado, como el paralítico de Jerusalén, nuestro día pascual...?
De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920)
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