jueves, 17 de marzo de 2022

EL RICO FASTUOSO Y EL POBRE LÁZARO (PARÁBOLA DE JESÚS)

"...Hubo cierto hombre muy rico que se vestía de púrpura y de finísimo lino y celebraba diariamente banquetes espléndidos..."  (San Lucas, cap. XVI).

Se hallaba Jesús en Hebrón. Sentía su espíritu una gran melancolía ascética y pasaba dilatadas horas en dulces coloquios estáticos.
Era uno de aquellos momentos en que el Hijo del Hombre necesitaba estar solo. Todas sus palabras formaban oraciones. Se alimentaba con langostas y miel silvestre y su aspecto parecía el de un noble enfermo y cordial.
El desierto de Judea lo empapaba en su honda tristura inhóspita. La monotonía gris de los pedregales hería la risueña efusividad de sus pupilas aceradas... Jesús gustaba allí de un aislamiento absoluto a propósito para recoger la frente sobre el alma. Sus discípulos quedaban en la aldea, mientras Él se hundía en el hosco páramo salvaje. Allí fue donde lo tentó Satanás. No lejos de allí donde Juan lo bautizó.
Pasaba el día en el desierto y por la noche regresaba al poblado. Los discípulos y la muchedumbre salían a esperarle al sepulcro de Abraham.
Jesús entonces se sentaba en una piedra, a la entrada de la tumba patriarcal, y decía:
"Hubo cierto hombre muy rico que se vestía de púrpura y finísimo lino y celebraba diariamente banquetes espléndidos. Al mismo tiempo vivía también un mendigo llamado Lázaro, el cual, cubierto de llagas, yacía a la puerta de este, deseando saciarse con las migajas que caían de su mesa. Mas nadie se las daba. Pero los perros venían y le lamían las llagas.


Y aconteció que murió el mendigo y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado en los infiernos.
Cuando estaba padeciendo sus tormentos, levantando los ojos, vio a lo lejos a Abraham y a Lázaro en su seno.
Entonces exclamó diciendo: Abraham, Padre mío, ten misericordia de mí, y envíame a Lázaro, para que mojando la punta de su dedo en agua, me refresque la lengua, pues me abraso en estas llamas.
Y Abraham contestó: Hijo, acuérdate de que recibiste bienes durante toda la vida, y Lázaro, al contrario, solo males. Ahora este es consolado aquí, mientras tú sufres tormento...".


Quizá fuese el desierto lo que produjo, en aquella ocasión, el ascetismo inexorable de la anterior parábola. La humanización del Maestro, aun siendo pretextativa de su altísimo fin redentor, no era tan secundaria que privase a los ojos de ver, de oír a los oídos y de gustar a los labios. Jesús, como el desierto, se hallaba empapado de tristeza durante aquel ocaso lívido del valle Hebrón. Y aunque en todo momento predicaba la espiritualidad del reino de Dios y despreciaba en todo instante la materialidad de los reinos humanos, sin embargo, su palabra, que era risueña y apacible en Galilea y suave y arrulladora en Nazareth, se llenaba de severidad cuando fluía en Hebrón o brotaba frente a las grises lejanías de Jerusalén.
Grande y hermoso era Jesús en su dulzura, pero no menos hermoso y grande aparecía en su severidad. Y si atraía cuando sus labios, cargados de perdones, hablaban de la misericordia, también atraía cuando sus labios, cargados de amargura, hablaban de la justicia. Que era, en el primer caso, el lirio de Galilea, y en el segundo, la rosa de Jericó. Y lirio o rosa, jamás podía perder la majestad sublime de sus colores ni la esencia celeste de su perfume...

De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta, Madrid 1920)



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