...Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos dijo a su padre: Dame la parte de herencia que me corresponde. Y él les repartió la hacienda... (San Lucas, cap. XV).
Era Jesús un inmenso corazón. Toda su carne era corazón. La frente cuando pensaba era corazón. Los labios cuando reían eran corazón. El pecho cuando alentaba era corazón. Las manos cuando bendecían eran corazón. Los pies cuando caminaban eran corazón...
Sabía amar de tal modo que juntaba todos los amores, fundiéndolos en uno solo. Era, al mismo tiempo, padre, hijo, hermano, amigo... Para la esencia afectiva en que se abrasaba no había límites, ni había fronteras, ni existían distinciones, ni cabían tibiezas. Jesús amaba con idéntico ardor a todos. Si alguna preferencia daba su cariño, más era promesa de futuros premios que efectividad de presentes galardones.
Pero, especialmente, Jesús tenía amor intenso de padre. Consideraba la humanidad como una filiación unánime, y rodeado de ella acusaba vigoroso las líneas de la paternidad -de una paternidad virgen, como la maternidad de María- aconsejando a sus hijos, cubriéndolos de caricias, bañándolos de ternura, colmándolos de amor...
Y, simbolizándose a Sí mismo, les refería la siguiente parábola:
"Un padre tenía dos hijos. El menor de ellos le dijo: Dame la parte de herencia que me corresponde. Y él les repartió la herencia.
El hijo menor recogió todas sus cosas y a los pocos días se marchó a un país remoto, donde derrochó su hacienda viviendo disolutamente.
Y cuando todo lo hubo malbaratado sobrevino un hambre espantosa en el país y comenzó a faltarle qué comer.
Entonces entró a servir a un campesino, el cual le envió a su granja para que le apacentase los cerdos.
Y cuidándolos, deseaba con ansia henchir su vientre con las algarrobas y mondaduras que ellos desperdiciaban.
Y volviendo en sí dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen pan en abundancia, mientras yo estoy aquí pereciendo de hambre!
Yo iré a mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame, pues, como uno de tus jornaleros.
Y levantándose, fue en busca de su padre. Y estando lejos todavía, su padre lo vio y fue movido de misericordia, y corrió a su encuentro y le echó los brazos al cuello y le besó.
Le dijo el hijo: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti y ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo.
Mas el padre, por respuesta, dijo a sus criados; Sacad el mejor vestido que haya en casa y vestidle, poned también un anillo en su dedo y calzadle las sandalias.
Y traed el ternero mejor cebado y matadlo, y comámoslo y hagamos fiesta. Porque este hijo mío estaba muerto y ha resucitado; se había perdido y ha sido hallado. Y comenzaron la fiesta.
Mas he aquí que el hijo mayor estaba en el campo y al volver y llegar cerca de la casa oyó baile y música. Y llamando a uno de los criados le preguntó a qué obedecía aquello. Y él le dijo: Tu hermano ha vuelto y tu padre ha hecho matar un becerro cebado por haberle recibido sano y salvo.
Entonces él se enojó y no quería entrar. Hubo de salir su padre a rogarle que entrara. Pero él le replicó diciendo: ¿Es justo que estando tantos años sirviéndote, sin haberte desobedecido jamás en cosa alguna que me hayas mandado, nunca me hayas dado un cabrito para merendar con mis amigos? Y ahora que ha vuelto este otro hijo tuyo, después de haber derrochado su hacienda, hayas hecho matar para él un becerro cebado?
A lo que el padre contestó: -Hijo mío, tú siempre estás conmigo y todos mis bienes son tuyos. Mas ya ves que era muy justo celebrar un banquete y regocijarnos, porque este hermano tuyo había muerto y ha resucitado, se había perdido y ha sido hallado...".
Para concebir la figura dulcísima de este padre, Jesús no tuvo más que copiar su propio corazón. En él no había presentes más recuerdos que los de la virtud o los del arrepentimiento, nunca los de la culpabilidad. Su omnisciencia infinita lo abarcaba todo, desde la estrella más alta del firmamento hasta la gota más profunda de los mares, desde el delito más oculto hasta la piedad más remota. Y sin embargo, en su hora paternal, que vivía siempre, no detenía la memoria sobre los males hechos, sino únicamente sobre las buenas obras. Había venido al mundo para redimirle, no para castigarle, y sabía que la eficacia de la redención estribaba en abrir los brazos a todas las personas para que arropándose en ellos se uniesen sus corazones oprimidos en una sola palpitación de amor que les acercase al cielo, como se acercan los astros en el fraterno latido con que vibra el alma sideral de los espacios.
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