...El reino de los cielos viene a ser parecido a un rey que quiso ajustar cuentas con sus criados... (San Mateo, cap. XVIII).
La sinagoga de Nazareth era humilde y plácida, como la de Cafarnaum. Se hallaba emplazada fuera del caserío, en medio de la risueña llanura de Esdrelón, junto a un arroyuelo que la copiaba en su corriente cristalina y enfrente del monte Tabor, por el que trepaban, en confusión graciosa, los olivos y los sicomoros.
Jesús gustaba mucho de orar allí, en la sinagoga humilde y plácida, cuando, después de dos años de ausencia por los valles remotos en predicación constante, regresó a la apacible aldea donde estaban la casita silenciosa de su madre y el taller, ya apagado, de José el carpintero.
La gente le había visto salir de Nazareth, obscuro, un poco misántropo, con su traje de menestral y sus rotas sandalias y emprender la marcha hacia el Jordán, solo, ensimismado y melancólico. Nadie sabía de sus manos que pudieran obrar portentos, ni de sus labios que pudieran derramar, a torrentes, la sabiduría. Le tenían por uno de tantos nazarenos religiosos que no beben vino, que no conocen hembra, que no tocan los cadáveres ni consienten en ver cortados sus cabellos ni su barba... Por lo demás, nada había hecho por lo que pudiera deducirse su alta misión. Cierto que en la sinagoga había despertado gran curiosidad, al ver cómo explicaba las Escrituras; cierto también que, en más de una ocasión, los sacerdotes quedaron confundidos ante su palabra y su ciencia... Pero nada más. En Nazareth era, simplemente, el hijo de María y de José el carpintero.
Esa misma gente le veía llegar ahora precedido de una gran fama de sabio y de milagroso, rodeado de doce discípulos y seguido de una gran multitud, y se maravillaban de tal suceso. ¿Cómo pudo realizarse tan notable cambio en tan corto espacio de tiempo? ¿Cómo había logrado el modesto aprendiz de carpintero hablar de aquella manera y realizar aquellos prodigios?
La envidia de la gente dio por cosecha natural el fruto de la malquerencia. Aquel mancebo los avergonzaba, y sentían hacia Jesús un odio invencible.
Una mañana estival, la conjura de los envidiosos lo arrojó de la sinagoga. El Maestro salió triste y abatido. En sus ojos de acero temblaban, como reflejos de una divina estrella, las lágrimas.
Se le acercaron sus discípulos. Pedro comprendió que el Rabí acababa de ser arrojado de la sinagoga y, nervioso e impulsivo como era, trató de vengar la injuria. El Rabí le recomendó, para siempre, que siempre perdonase a sus enemigos.
-¿Cuántas veces debo perdonar al que pecase contra mí?-preguntó Pedro?-¿Hasta siete?
Jesús le respondió:
-No ya siete veces, sino setenta veces siete debes perdonarle.
Y enseguida dijo esta parábola:
"El reino de los cielos viene a ser parecido a un rey que quiso ajustar cuentas con sus criados. Y comenzando a ajustarlas, le fue presentado uno que le debía diez mil talentos. Mas como este no tuviera con qué pagar, mandó su señor que fuesen vendidos él y su mujer y sus hijos, con toda su hacienda, y que con el producto se pagase la deuda.
Entonces, el siervo, arrojándose a sus pies y besándolos, le rogaba diciendo: Señor, ten un poco de paciencia, que yo te lo pagaré todo. Movido el señor a compasión por las palabras del criado, le dio por libre y aun le perdonó la deuda.
Mas apenas salió el criado de la casa del rey, halló a uno de sus compañeros que le debía cien denarios, y agarrándolo por el cuello le ahogaba diciéndole: Págame lo que me debes. Entonces el compañero, arrojándose a sus pies, le rogaba diciendo: Ten un poco de paciencia conmigo, que yo te lo pagaré todo.
Él, empero, no quiso escucharle, y le hizo meter en la cárcel hasta que le pagase todo lo que le debía.
Al ver los otros criados, sus compañeros, lo que ocurría, se contristaron mucho y fueron a contar a su señor todo lo ocurrido.
Entonces le llamó su señor y le dijo: ¡Oh, siervo malvado! Yo te perdoné toda la deuda porque me lo suplicaste. ¿No era pues justo que tú también tuvieses compasión de tu compañero, como yo la tuve de ti?
Y el señor, muy enojado, lo entregó en manos de los verdugos para que lo atormentasen hasta tanto que pagara toda la deuda.
Así, de esta manera, se portará mi Padre celestial con vosotros si no perdonaseis de corazón las ofensas que os hagan vuestros hermanos".
Las divinas palabras de Jesús quedaron temblando, como rosas, en el aire, que se perfumó de ellas. Encarnaban, sublimes, una doctrina nunca predicada hasta entonces, la del perdón, y su celestial esencia bañó la llanura de Esdrelón y traspasó el Tabor, llegó a la cumbre del Líbano, y rebasó de ahí, extendiéndose por todo el mundo. Mil generaciones la han escuchado, atónitas, desde entonces. Todos comprendemos su justicia inefable, todos la estimamos generosa, pero no siempre nuestro corazón se aviene a aceptarla, y menos a ponerla en práctica. Aherrojados a la cadena de las bajas pasiones, sin valor para proclamar no ya la ajena virtud, sino la virtud propia, avergonzándonos frecuentemente de sentir nobles impulsos, no sabemos escuchar, necios, sordos y cobardes la voz de Jesús que, como al pie de la sinagoga de Nazareth resonó un día, resuena todos en nuestra alma. Y cuando alguna vez nos vemos necesitados del perdón que no concedemos, entonces nos acordamos de que allá lejos, muy lejos, por donde sale el sol y viene la primavera cabalgando en su carro de flores, una mañana estival se abrió el capullo bermejo de los labios de Jesús para decir a los nazarenos la generosa parábola del rey y el deudor.
De "Parábolas y milagros de Jesús" (La novela corta nº 222, abril de 1920)
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