jueves, 18 de julio de 2019

NOCHE DE ENERO (José Maqueda Alcaide)

La lluvia caía despiadada y cruel y los cristales de las ventanas gemían lúgubremente al ser azotados por ella. Los árboles oscilaban y mecían sus copas al impulso del vendaval y todo ponía una nota triste de desolación, de misterio, de terror...
Todo dormía calladamente. Apenas se veían otras luces que la amarilla y enfermiza de los escasos faroles y la instantánea, cegadora e impetuosa de los relámpagos que se sucedían insistentes y monótonos.
Madrid dormía silente y solo la tempestad despertaba en «crescendo» vandálica y destructora.
Allá, al extremo de esas calles madrileñas interminables y oscuras, pugnaban por apagarse algunos farolillos de luz pálida y exigua, y se divisaba, aunque desvaída y como entre brumas, la fachada de un templo.
Cayeron pesadas y ceremoniosas cuatro campanadas de la torre de la lejana iglesia y yo, que al azar vagaba por aquel lugar tan solitario, me dirigí a ella y apreté el paso tratando de cobijarme contra la lluvia, debajo de los balcones que en esta ocasión me parecían un palio suntuoso y estupendo.
El «boulevard» estaba casi desierto. Algún que otro noctámbulo o algún desheredado de la fortuna eran los únicos transeúntes. Yo proseguía andando; aún me faltaban para arribar al templo unos sesenta pasos. Caminaba torpe e inseguro pues la obscuridad era casi absoluta. No obstante como la necesidad hace a uno hasta nictálope, caminaba.
Tenía frío. Sobre todo los pies semi-descalzos, pues solo los protegían unos sórdidos zapatos, los tenía helados y yertos. Mis dientes castañeteaban y todo mi cuerpo, únicamente cubierto por unos mugrientos y haraposos guiñapos que no osaría llamar traje, tiritaba aterido de frío.
Largo rato anduve, las manos metidas en los bolsillos, la gorra colada hasta las cejas y apurando con delectación un ínfimo cigarrillo que entonces se me ofrecía un «Cavalla» o un turco.
Por fin llegué al templo. Al contemplar una Virgen en su frontispicio, diéronme súbitas ganas de llorar no sé por qué. Era una Dolorosa como pude después observar y estaba iluminada por dos farolillos de cristales rojos que esparcían la luz sobre aquel rostro en el que había un rictus de dolor y abnegación que divinizaban su perfección y delicadeza.
Instintivamente me arrodillé y recé largo rato, mas no con esos rezos que decimos maquinalmente sin saber lo que significan. ¡No! Mi prez fue una oración, no salida de mis labios, de mi corazón y preñada de fe y desconsuelo.
Después me dirigí al portal y allí me arrebujé como pude en mis mojadas ropas y me puse en cierto modo a cubierto del agua. Me dolían las sienes y sentía como si me pincharan en las cuencas de los ojos. Al restregármelos noté que lloraba. Estaba postrado, calenturiento, exhausto...
Después de esto sin duda me dormí o perdí el conocimiento a causa de la fiebre, la debilidad y el frío.
Al despertar contemplé una escena melodramática y horrible: una mujer yacía en el suelo y apretaba contra su flácido y exangüe pecho el cadáver de su hijito. Parecía que lloraba a juzgar por las muecas de dolor en que se contraía su cara alabastrina y sutil que tantas analogías tenía con la de la Virgencita de los Dolores aquella.
Parecía que lloraba... Pero ni sus ojos color de uva, rasgados inverosímilmente y sombreados por las pinceladas oscuras de sus ojeras, vertían lágrimas, ni su garganta palpitadora articulaba sollozos. Solo sus ojazos calmosos y acariciantes pregonaban con un lenguaje quizá telepático, la tempestad que se desencadenaba inexorable en su alma.
Largo rato permanecí contemplándola, mudo, estático, cariacontecido, y después rompí a llorar y mis lágrimas rodaron como ascuas por mi rostro.
Entonces en aquel estado de demencia o de idiotez recordé aquel romance que hiciera para distraer mi tedio y que ahora resultaba tan tristemente verídico:
Temblad pobres que dormís
en la puerta de los templos,
porque ya vienen las lluvias,
porque ya llega el invierno.
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—¡Señorito! acaban de dar las once... ¿abro la ventana? 
Yo desperté sobresaltado a la voz del sirviente.
—¡Sí! ¡Sí! Ábrala, que entren los rayos del sol —le dije notoriamente sobresaltado.
 El criado abrió la ventana y la luz acarició como un néctar mirífico y reparador mis sienes febriles y besó, solícita, mis humedecidos ojos.
—¡Ah! ¡Qué júbilo! ¡Era todo una trágica pesadilla!... Entonces, ¿no era verdad aquella triste historia? No. Pero podía suceder. Ese era el dolor que me quedaba... ¡Sí! ¡Podía suceder!.
¡Cuán triste y pedregoso es el calvario de los desamparados, que no tienen pan ni hogar!
El pudiente mira el invierno con desdén. Como él tiene lecho y hogar... ¿qué le importa que llueva y haga frío?
Los pobres tiemblan de horror a la llegada del invierno, que a lo peor les arrebata a sus hijitos exterminador y vesánico.
Su único refugio es el portal de los templos. Allí se encaminan desfallecientes y necesitados como demandando amparo a la Virgen humilde y caritativa. 

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