La lluvia caía despiadada y cruel y los cristales de las ventanas gemían lúgubremente al ser
azotados por ella. Los árboles oscilaban y mecían sus copas al impulso del vendaval y todo
ponía una nota triste de desolación, de misterio,
de terror...
Todo dormía calladamente. Apenas se veían
otras luces que la amarilla y enfermiza de los
escasos faroles y la instantánea, cegadora e impetuosa de los relámpagos que se sucedían insistentes y monótonos.
Madrid dormía silente y solo la tempestad
despertaba en «crescendo» vandálica y destructora.
Allá, al extremo de esas calles madrileñas interminables y oscuras, pugnaban por apagarse algunos farolillos de luz pálida y exigua, y se divisaba, aunque desvaída y como entre brumas, la
fachada de un templo.
Cayeron pesadas y ceremoniosas cuatro campanadas de la torre de la lejana iglesia y yo, que al azar vagaba por aquel lugar tan solitario, me dirigí a ella y apreté el paso tratando
de cobijarme contra la lluvia, debajo de los balcones que en esta ocasión me parecían un palio
suntuoso y estupendo.
El «boulevard» estaba casi desierto. Algún que
otro noctámbulo o algún desheredado de la fortuna eran los únicos transeúntes. Yo proseguía
andando; aún me faltaban para arribar al templo unos sesenta pasos. Caminaba torpe e
inseguro pues la obscuridad era casi absoluta.
No obstante como la necesidad hace a uno hasta nictálope, caminaba.
Tenía frío. Sobre todo los pies semi-descalzos,
pues solo los protegían unos sórdidos zapatos, los
tenía helados y yertos. Mis dientes castañeteaban
y todo mi cuerpo, únicamente cubierto por unos
mugrientos y haraposos guiñapos que no osaría
llamar traje, tiritaba aterido de frío.
Largo rato anduve, las manos metidas en los
bolsillos, la gorra colada hasta las cejas y apurando con delectación un ínfimo cigarrillo que entonces se me ofrecía un «Cavalla» o un turco.
Por fin llegué al templo. Al contemplar una
Virgen en su frontispicio, diéronme súbitas ganas de llorar no sé por qué. Era una Dolorosa
como pude después observar y estaba iluminada
por dos farolillos de cristales rojos que esparcían la luz sobre aquel rostro en el que había un
rictus de dolor y abnegación que divinizaban su
perfección y delicadeza.
Instintivamente me arrodillé y recé largo rato, mas no con esos rezos que decimos maquinalmente sin saber lo que significan. ¡No! Mi prez
fue una oración, no salida de mis labios, de mi
corazón y preñada de fe y desconsuelo.
Después me dirigí al portal y allí me arrebujé como pude en mis mojadas ropas y me puse en cierto modo a cubierto del agua. Me dolían las sienes y sentía como si me pincharan
en las cuencas de los ojos. Al restregármelos noté que lloraba. Estaba postrado, calenturiento,
exhausto...
Después de esto sin duda me dormí o perdí
el conocimiento a causa de la fiebre, la debilidad y el frío.
Al despertar contemplé una escena melodramática y horrible: una mujer yacía en el suelo y
apretaba contra su flácido y exangüe pecho el
cadáver de su hijito. Parecía que lloraba a juzgar por las muecas de dolor en que se contraía
su cara alabastrina y sutil que tantas analogías
tenía con la de la Virgencita de los Dolores
aquella.
Parecía que lloraba... Pero ni sus ojos color
de uva, rasgados inverosímilmente y sombreados
por las pinceladas oscuras de sus ojeras, vertían
lágrimas, ni su garganta palpitadora articulaba
sollozos. Solo sus ojazos calmosos y acariciantes
pregonaban con un lenguaje quizá telepático, la
tempestad que se desencadenaba inexorable en su
alma.
Largo rato permanecí contemplándola, mudo, estático, cariacontecido, y después rompí a llorar
y mis lágrimas rodaron como ascuas por mi rostro.
Entonces en aquel estado de demencia o de
idiotez recordé aquel romance que hiciera para
distraer mi tedio y que ahora resultaba tan
tristemente verídico:
Temblad pobres que dormís
en la puerta de los templos,
porque ya vienen las lluvias,
porque ya llega el invierno.
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—¡Señorito! acaban de dar las once... ¿abro
la ventana?
Yo desperté sobresaltado a la voz del sirviente.
—¡Sí! ¡Sí! Ábrala, que entren los rayos del sol
—le dije notoriamente sobresaltado.
El criado abrió la ventana y la luz acarició
como un néctar mirífico y reparador mis sienes
febriles y besó, solícita, mis humedecidos ojos.
—¡Ah! ¡Qué júbilo! ¡Era todo una trágica pesadilla!... Entonces, ¿no era verdad aquella triste
historia? No. Pero podía suceder. Ese era el dolor que me quedaba... ¡Sí! ¡Podía suceder!.
¡Cuán triste y pedregoso es el calvario de los
desamparados, que no tienen pan ni hogar!
El pudiente mira el invierno con desdén. Como él tiene lecho y hogar... ¿qué le importa que
llueva y haga frío?
Los pobres tiemblan de horror a la llegada
del invierno, que a lo peor les arrebata a sus
hijitos exterminador y vesánico.
Su único refugio es el portal de los templos.
Allí se encaminan desfallecientes y necesitados como
demandando amparo a la Virgen humilde y caritativa.
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