Señor, he pecado. Con el corazón hecho pedazos vengo a pedirte perdón.
Sé que no hay maldad tan mala capaz de impedirte amarme.
Me da vergüenza verte crucificado y encima pedirte favores, pero te necesito, Señor. Por tu inmensa compasión, borra mi culpa.
Mírame, soy débil, vulnerable, pecador. Yo, miseria. Tú, misericordia. Tú que puedes sacar bien del mal, levántame, Señor. Sáname, restáurame. Hazme un hombre.
Desde la altura del cielo nos viste sufrir y con el estandarte del amor viniste al encuentro del hombre que sufre.
Una y otra vez he comprobado que lo que atrae tu mirada misericordiosa sobre mí es mi estado de miseria.
No son mis méritos los que me hacen agradable a tus ojos, sino la omnipotencia de tu misericordia, la incomprensible gratuidad de tu amor. No debe haber pecado capaz de tenerme alejado de Ti.
Por más vergüenza y dolor que sienta, siento también la confianza de venir a pedirte perdón con la certeza de que siempre encontraré la mirada del Buen Pastor.
Tus ojos están puestos en los que esperan en tu misericordia (Salmo 32). Por eso estoy aquí, una vez más de rodillas ante Ti, Cristo crucificado. Vengo a declararme débil, miserable, pecador. Vengo a pedirte perdón.
(Guarda silencio, escucha que te absuelve y que te dice: "Te sigo amando igual". Déjate amar).
Gracias, Jesús. Cuando hago oración contemplándote en la cruz, te me revelas como Misericordia. Tu amor crucificado es una invitación a la confianza.
Te lo suplico, Señor, que hoy y cuando tenga la desgracia de perder la gracia, no olvide jamás que Tú, Dios, moriste crucificado para salvarme; que no pierda nunca la esperanza de tu misericordia.
Como el ladrón que paga sus culpas en el Calvario, también yo te suplico: acuérdate de mi a la hora de mi muerte y consérvame a tu lado para siempre. Amén.
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